viernes, 9 de julio de 2010

el penitente

tenía prisa, cada día, por acudir al borde y mirar el pantano, escondiendo trozos de pan correoso en el puño. una y otra vez. un día, otro. correr al borde y mirar hasta que los ojos le cambiaban de tono. una, cien veces. nadie advertía sus pasos en mitad de los quehaceres, en plena frase, durante un beso. el olor del barro le multiplicaba la
saliva en el ritual de penitencia autocomplaciente. entre los dedos siempre, el alimento que habría de negarle a los pájaros.

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